La indiferencia social ante las lecciones de la historia asegura el regreso de las tempestades que dieron origen a algunos permisos forzosos.
Los gobiernos totalitarios no escatiman ilegalidades constitucionales cuando quieren descompresionar el creciente malestar generado por su propia ineficiencia, sobre todo la que fecunda los males sociales causados por la pobreza y la falta de oportunidades.
Las licencias otorgadas por el régimen para el trabajo por cuenta propia crearon grandes expectativas de prosperidad económica para el pueblo cubano, quien vio en esas medidas el renacer de un tiempo de bonanza al estilo de lo ocurrido en 1994.
Como nunca, ni siquiera en los esplendores de las primeras privatizaciones laborales, comenzó en cuba un florecimiento de pequeñas empresas que entusiasmó la esperanza de miles de ciudadanos.
Restaurantes, grupos de danza, brigadas de reparación de viviendas y ofertas de múltiples servicios comenzaron a invadir el mercado laboral privado creando, no sólo numerosas fuentes de empleo, sino también permitiendo al ciudadano una mayor independencia del estado, lo que influyó en el mejoramiento de la calidad de vida, tanto material como espiritual.
Y a pesar de las dificultades, a veces tremendas, de los cuentapropistas para proveerse los equipos, herramientas y materias primas para cumplir sus desempeños, el espíritu emprendedor y laborioso del cubano ha sabido encontrar soluciones alternativas para salir adelante en sus empresas.
Sin embargo, la fuerte competitividad de los trabajadores privados ha puesto en jaque al estado, quien ha visto mermado su potencial de ofertas atractivas, dejando al descubierto una incompetencia y falta de gestión cada vez más decepcionantes.
Y la respuesta del poder unilateralista no se ha hecho esperar. Está bien para el gobierno que los ciudadanos encuentren paliativos para sobrellevar su mísera economía y encuentren alivio a sus necesidades más elementales; pero permitir que los gobernados se empoderen económicamente, eso es otra cosa. Esa independencia de la individualidad humana es inaceptable dentro de un sistema de dominio absoluto.
El incremento del acoso a los trabajadores particulares ha obligado a muchos a cerrar sus negocios y pasar, prácticamente, a la clandestinidad laboral. Los inspectores estatales recrudecen la vigilancia y las exigencias, hasta el límite de lo soportable.
El propósito: obligar a los cuentapropistas a abandonar sus empleos y negocios privados, y forzar a los consumidores a recurrir a los comercios estatales y adquirir a precios abusivos productos de mala calidad.
La necesidad crea espejismos que siempre resultan costosos para los sueños de bienestar de las clases más empobrecidas y frágiles. El experimento de 1994 acabó en el cierre de todas las privatizaciones laborales.
Toda vez que el régimen considera superada la crisis que lo obliga a ceder (aunque resulte falso), la autoridad absoluta retoma su política de garrote y cadena, y vuelve a sepultar en el agobio a las clases dominadas.
La historia no se equivoca. Y cuando los seres humanos la ignoran, además de repetir sus errores, se hunden más en el desaliento, el desamparo y la desesperación.
Por Ernesto Aquino